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martes, abril 16, 2024

La importancia de la teoría del delito en la práctica penal.

Por: Luis G. Fernández Budajir

Luego de casi 150 años de aplicación del Código Penal Napoleónico la República Dominicana se aboca a la aplicación de un nuevo modelo de Código Penal,[1] que incluye un sistema categorial clasificatorio que resulta común a casi todas las clases de delito y que ha sido denominado desde antaño como Teoría del Delito.

Con dicha teoría se intenta explicar los presupuestos que deben configurarse de modo general para la imposición de una pena o de cualquier otra consecuencia jurídica resultante, ya sea de la existencia o de la inexistencia, del delito.

Esto supone una ruptura con la tendencia francesa que rechaza de modo sistemático la implementación de la Teoría del Delito dentro de su sistema, permaneciendo, incluso hasta hoy, arraigada al planteamiento de los elementos constitutivos de la infracción, a saber, el elemento material, elemento moral, elemento legal y el elemento injusto. También continúa siendo una separación respecto al sistema anglosajón del common law que se fundamenta sobre las costumbres y se construye sobre unactus reus (o disposiciones externas en donde entran la acción y la omisión) y un mens rea (o disposiciones internas, donde se analizan las cuestiones subjetivas equivalentes al dolo y la imprudencia).[2]

Decir que un sistema es mejor que otro sería pecar de vanidad, toda vez que todos intentan garantizar la seguridad jurídica mediante la aplicación de las normas, y el cumplimiento de dichos objetivos no depende del tipo de sistema que se utilice sino de la coherencia que tenga el mismo y de la eficacia en su aplicación.

Ahora bien, la Teoría del Delito permite realizar un análisis sobre la infracción de manera escalonada y sistematizada que facilita tanto la interpretación de las normas penales como la correcta fundamentación de las sentencias. Cuando un ciudadano puede conocer los lineamientos por dónde un determinado Juez emitirá una decisión judicial, se dice que se está más cerca de alcanzar la seguridad jurídica, y esto es precisamente lo que permite hacer la denominada Teoría del Delito.

Desde el punto de vista del desarrollo de la academia también tiene sus ventajas pues, mediante la aplicación de la Teoría del Delito, se hace pasible introducir custiones a debate que dinamizan el desenvolvimiento de la práctica diaria y que aquellas cuestiones que requieran de concreción, por estar sujetas a valoración, sean aclaradas, siendo este el trabajo de la Dogmática Penal. Esta ciencia desarrolla principios y concreta las lagunas legales mediante la deconstrucción, el análisis y la correcta interpretación de los conceptos y textos jurídicos atendiendo a los fines del derecho penal y de la norma, desde una perspectiva del deber ser –e incluso desde las perspectivas del ser-, es decir, el análisis de los principios legales a los que debe atender el Derecho Penal para quedar legitimado en un Estado Social y Democrático de Derecho.

Estos conceptos desarrollados por la doctrina científica pueden ser aplicados diariamente y sirven de guía a los jueces para la fundamentación de las decisiones judiciales y para la solución de aquellos casos complejos o los denominados casos límite. El derecho es argumentación y como tal, la Teoría del Delito presenta las herramientas necesarias para que éste pueda ser argumentado correctamente, por lo que la aplicación de dicha teoría sirve para la práctica de los abogados en ejercicio que intentan fundamentar la prueba al momento de su presentación en el juicio oral y sus alegatos en la fase de clausura de los debates del juicio. Además, permite la elaboración sistematizada de las denuncias y querellas de manera que los tipos penales queden correctamente identificados y las conductas típicas puedan ser subsumibles con mayor facilidad de argumentación, lo que a todas luces facilita la tarea probatoria.

Sin embargo, no resulta una sorpresa el hecho de que nuestro país se haya caracterizado por una tendencia procesalista tendiente a un profundo rechazo de toda cuestión teórica sobre la que se fundamentan los principios con los que se construye la teoría del Derecho, quedando la práctica vinculada a un mero procedimiento, al cumplimiento de plazos y formalidades.

Esta tendencia procesalista, tanto aquí como en cualquier parte del mundo, ha estado bastante divorciada del derecho sustantivo desde la época de la codificación, pues solo basta observar cómo los codificadores limitaron las cuestiones sustantivas a los códigos penales y aquellas cuestiones prácticas a los códigos de procedimiento separando de esta forma lo sustantivo de lo procesal. Mas, el error más grande que pudo cometerse, no sólo en nuestro país como sistema jurídico, sino en todo ámbito jurídico que instituyó el sistema de la codificación jurídico-penal, fue pretender la implementación de preceptos o instituciones propias del derecho civil y su extrapolación a las aplicaciones prácticas del derecho penal. En ningún modo una querella podrá ser equiparada a una reclamación civil, y las cuestiones procesales de carácter penal pueden ser perfectamente suplidas mediante las normas penales sustantivas sin necesidad de recurrir al denominado derecho común[3].

Este divorcio de tendencias procesales y sustantivas ha traído como consecuencias no solo críticas de parte de los procesalistas a los dogmáticos, sino también críticas en sentido contrario. Los primeros le critican a los segundos su lejanía con la realidad y estos últimos critican a los primeros su ausencia de sustancia en los argumentos y, en el caso de los jueces, su separación con los principios fundamentales al momento de emitir las resoluciones judiciales, tildándolo incluso a veces de vulneradores de derechos.

Pero la verdad es que al momento del Juez analizar y decidir un caso se encuentra con realidades que muchas veces no han sido desarrolladas por la doctrina o, habiendo sido desarrolladas por ésta no resultan satisfactoria desde la perspectiva práctica, razón que ha llevado a los jueces afirmar en muchas ocasiones aquel dicho kantiano de que “esto puede ser correcto en teoría, pero en la práctica no tiene ninguna aplicación”. En definitiva, el trabajo del Juez es hacer justicia con los elementos que posee, pues éste no puede aferrarse a una oscuridad de la Ley ni tampoco puede denegar justicia.

Sobre esta base los procesalistas decidieron desarrollar mejor las teorías de la prueba y se olvidaron por completo la implementación de la Teoría del Delito como herramienta de argumentación y fundamentación de las decisiones judiciales y como complemento del Derecho Procesal Penal. En su defecto, se valieron de muchas instituciones del derecho civil para llenar los vacíos que puedieran presentarseles en el proceso penal, cuando sencillamente puedieron concretar los mismos con las instituciones propias del Derecho Penal sustantivo o tirar de la Teoría del Delito para llenar las lagunas.

Únicamente en los últimos años se han ido acercando ambas ramas del derecho penal (el sustantivo y el procesal) a los fines de conformar una ciencia global jurídico-penal que permita trabajar de manera conjunta aquellas cuestiones procesales y sustantivas para obtener una solución más justa respecto a los casos que se presentan en la práctica diaria pero que también desarrolle el conocimiento científico del Derecho Penal como dogmática, pues solamente así se puede ir construyendo una seguridad jurídica más fuerte y propia de un Estado de Derecho. Además, en los últimos años esto ha sido más latente cuando los tribunales de justicia se han abarrotado de los denominados procesos de delitos económicos, cuyo nivel de complejidad, tanto desde las estructuras de donde se cometen como de las dificultades probatorias para lograr una condena, requieren la fundamentación dogmática y el desarrollo de estructuras que permitan explicar satisfactoriamente determinados tipos de comportamientos delictivos que se dan en el seno de una empresa y con ocasión de ella.

Dejaré por momento las cuestiones de alta dogmática y los planteamientos in abstracto sobre las ventajas de una ciencia global del derecho penal y me limitaré a mencionar que autores como Binder,Roxin, Maier y Ragués I Vallès,[4] han abordado este tema reconociendo la importancia de la unificación de dichas áreas para una mejor aplicación del Derecho Penal. Más bien, me limitaré a poner un sencillo, pero ilustrativo, ejemplo que se puede encontrar en nuestro modelo de nuevo Código Penal Dominicano.

Una de las novedades que más me ha llamado la atención y que en mi opinión particular constituyen un verdadero avance en la ciencia jurídico-penal dominicana se encuentra en las primeras páginas del nuevo Código. Si bien éste, al igual que aquel instituido en 1884 –cuya pésima traducción trajo consigo un sinnúmero de desastres en su aplicación- carece de una exposición de motivos, instituyó a mi entender tres (3) principios esenciales, a saber: el principio de personalidad de las penas[5], el principio de culpabilidad y el principio de lesividad.

De estos tres principios el que más me llama la atención, a los términos de lo que quiero demostrar mediante mis argumentos, es el relativo al delito de comisión por omisión y la institución de la figura de la Posición de Garante a la que hace referencia la parte in fine del principio de culpabilidad.[6]

Es cierto que lo primero que me salta a la vista al leer dicho principio es la utilización de una teoría ya superada, pues se me hace latente la presencia de la escuela clásica del derecho penal en dicho precepto, misma que entendía que el Dolo y la Imprudencia se encontraban en la culpabilidad. Esta corriente comprendió el concepto de acción como un proceso causal natural del delito, es decir, como una manifestación corporal voluntaria que causaba una modificación en el mundo exterior y provocaba un resultado[7]. Al entender así la acción y, en específico, el delito como un fenómeno causal, esta corriente intentó excluir todo tipo de valoración del campo jurídico-penal[8], llegando a entender el delito como una composición de dos fases: una objetiva, donde entraban la acción y la omisión, la tipicidad (luego deBeling) y la antijuridicidad, es decir, el injusto, y otra subjetiva donde se encontraba la culpabilidad (Dolo e Imprudencia).

Esta tesis fue rápidamente superada, pues precisamente tuvo mucha dificultad para explicar conceptos tales como el de imprudencia inconsciente, dolo eventual, y la propia comisión por omisión, lo que a mi entender resulta paradójico, pues precisamente uno de los motivos que llevó a su rápida superación fue la problemática de la explicación de la comisión por omisión bajo dicha teoría, y precisamente esta es la que acoge nuestro nuevo Código Penal.

Así las cosas, la superación de dicha corriente por el finalismo introdujo una cuestión sumamente novedosa, ya que amparándose primero en parte de la doctrina kantiana y luego en la teoría de los valores el concepto de acción dejó de ser un concepto meramente ontológico para pasar a ser un concepto de contenido valorativo en el cual se requería una voluntad dirigida a un fin para la materialización del delito y una de las cuestiones más importantes de esta corriente fue, precisamente, reconocer que el Dolo y la Imprudencia no formaban parte de la culpabilidad, sino que se encontraban en el Tipo. El finalismo ubicó al dolo y la imprudencia en la tipicidad, rechazó la fase objetiva y subjetiva del causalismo naturalista, llenó de un contenido diverso a la culpabilidad e introdujo cuestiones de valor propias de la filosofía kantiana y de la teoría de los valores.

Pero es que además, el finalismo también fue superado por la dogmática penal, específicamente por corrientes como el funcionalismo[9] –político criminal y normativista-, y aunque en la práctica jurídica de los tribunales todavía se encuentran decisiones en las que coexisten las diversas doctrinas causalista naturalista y la finalista. Actualmente, en la práctica jurisprudencial Alemana, la tendencia es encontrar la aplicación de aquella teoría que defiende la doble posición del dolo, es decir, el dolo no forma parte del tipo de injusto, sino que se realiza un doble juicio de valoración tanto en el injusto típico como en la culpabilidad.

Esta tendencia, según nos explica Silva Sánchez, se divide en una vertiente formal y otra material, la primera entiende que el Dolo se contempla en toda su extensión de manera global tanto en el injusto como en la culpabilidad, y la segunda entiende que los aspectos cognoscitivos (y también los volitivos-para aquellos que entienden que el dolo se compone de conocimiento y voluntad), se encuentran en el injusto, y los estados anímicos entonces se analizan en la culpabilidad.

Lo que se quiere demostrar con esto es la importancia que requiere un dominio de la Teoría del Delito para la práctica penal tanto individual como económica, pues defender una u otra teoría puede tener consecuencias desde el ámbito argumentativo fundamentales para lograr una coherencia en el discurso. Si bien la práctica procesal penal ha rechazado la teoría del delito en la aplicación diaria por entenderla superada por la fundamentación probatoria, dicha argumentación empieza a ceder espacio cuando entramos en materia de Derecho Penal Económico.

Volviendo a la parte in fine del principio de culpabilidad, donde se desarrolla la teoría del deber jurídico-penal y se establece la Posición de Garantía como elemento neurálgico del delito de comisión por omisión, la aplicación práctica del mismo en términos de prueba en Derecho Penal Económico carece de sentido si no se puede fundamentar mediante el uso de la Teoría del Delito. Pero bien, esta Teoría del Delito no es aquella desarrollada antaño, sino aquella que ha ido modernizándose y adaptándose a los cambios sociales y al impacto que ha tenido sobre el derecho penal la sociedad del riesgo y la era postindustrial. Es la Teoría del Delito que ha tenido que estructurarse para luchar contra el expansionismo del Derecho Penal, justificando de esta forma, los fines a los que debe atender al derecho penal y la pena para quedar legitimado.

Así las cosas, es importante entender que la Posición de Garante es una figura jurídica compleja que requiere una concretización valorativa de alto grado para materializarse, pues la determinación de quién es considerado garante y en qué tipo de situación una determinada persona que se encuentre cumpliendo un determinado rol puede adquirir dicha posición es cuestión de constante debate en la doctrina. La teoría más avanzada ha terminado por reconocer –no sin matices ni críticas- dos instituciones para fundamentar los deberes de garantías, que son aquellos que se adquieren en determinado ámbito de competencia institucional o en determinado ámbito de competencias por organización. De ahí que existan las responsabilidades por violaciones a deberes generales y a deberes especiales o en virtud de organización o de competencia institucional.

Pero para establecer cuándo estamos antes los deberes generales o especiales, o ante defectos de organización o defectos de competencia institucional es preciso conocer a fondo la teoría de los deberes jurídicos, y en específico aquellas que hace referencia a los deberes negativos y a los deberes positivos.

En ese sentido es preciso conocer el fundamento del deber para entonces poderle atribuir a determinado sujeto una posición de garantía o deber de garante, cuyo incumplimiento u omisión de dicho deber, una vez realizado un juicio de imputación objetiva, lo haría responsable del resultado típico en calidad de autor o de partícipe. Y precisamente en esa determinación argumentativa de quién se encuentra en determinada posición de garante y en virtud de qué o cual ámbito de competencia es que la prueba del derecho procesal resulta insuficiente para la fundamentación y se requiere de un conocimiento estructural y sistematizado de la moderna Teoría del Delito.

Defender una empresa conlleva un nivel de expertise producto de la propia complejidad de las estructuras que intervienen en las distintas conductas típicas y de la cantidad de actores que se encuentran inmersos en la participación de los diferentes ilícitos, a veces a título de imprudencia, a veces a título de dolo, y a veces mediante conductas meramente neutrales. Todas estas particularidades difieren de aquellas requeridas para la defensa de un determinado individuo que ha sido imputado por un delito clásico, pues el comportamiento de una sociedad comercial tiene rasgos particulares y se diferencian tanto en lo objetivo como en lo subjetivo de los comportamientos humanos individuales, y no todo el mundo puede ser considerado garante de todo el mundo, ni todos estamos obligados a frenar todas las fuentes de peligro que se han creado a nuestro alrededor.

Sólo aquel sujeto que se encuentra en una verdadera posición de garante, ya sea por su cercanía con el bien jurídico, ya por su ámbito de autonomía, ya por el desenvolvimiento dentro de sus competencias de organización o institucional, o por su propia asunción, que haya podido evitar el resultado y haya omitido dicha conducta (por dolo o imprudencia), y que producto de dicha omisión el resultado se haya materializado y se haya podido comprobar la culpabilidad del sujeto mediante el juicio de imputación correspondiente, entonces estaremos en la capacidad de atribiurle a dicho sujeto la resposanbilidad de autor o partícipe de la conducta omisiva a título de comisión por omisión, pues únicamente ahí estaremos en condición de determinar que efectivamente hubo una vulneración a una norma primaria de conducta que puso en riesgo o lesionó un bien jurídico-penalmente protegido, mediante un verdadero incumplimiento de un deber de actuar.

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