Antes de cumplir su primer mes como jefe de Estado, el presidente Abinader hizo un firme compromiso con la reforma penitenciaria.
No solo consideró de vital importancia “cambiarlo todo de forma integral”, sino que la declaró de “máxima urgencia”.
Siendo la seguridad ciudadana un objetivo supremo de su gobierno, la reforma penitenciaria se asumió entonces como un ariete indispensable para desmontar, desde las cárceles, las maquinarias que mueven el delito en las calles.
“La política penitenciaria no puede ser un elemento ignorado, al margen de un sistema de seguridad integral”, dijo el gobernante el 10 de septiembre de 2020.
Desde entonces, hasta hoy, el panorama es desolador.
Los recintos, del nuevo y viejo modelo, han sobrepasado en un 64 por ciento su capacidad de cupo.
Y cerca del 70 por ciento de los reclusos duermen en el suelo, viven en total hacinamiento, se enferman y mueren y, en algunos casos, son objeto de torturas y otros tratos degradantes.
Este dramático cuadro es el que ha ofrecido la Oficina Nacional de la Defensa Pública, con pleno y directo conocimiento de la crisis.
Con dos modernas cárceles casi listas para ser puestas en servicio y mejorar significativamente las deplorables e inhumanas condiciones de los privados de libertad, solo falta un detalle:
Que el Presidente le dé el empujón final a esta reforma, usando los recursos disponibles del Estado para remediar la situación de hacinamiento y precarias condiciones de vida en las cárceles.
De lo contrario, estas seguirán siendo tenebrosos antros de la corrupción y del crimen, desde donde generalmente dimanan las mayores amenazas a la paz y la seguridad ciudadanas.