Quizá el mayor problema de este lugar desgraciado al que aún llamamos España resida en que somos incapaces de admitir una virtud en el adversario y un defecto entre quienes consideramos de los nuestros: un bando, posición, opinión, creencia, sean los que sean, donde equivocados o no, incluso ante la evidencia del error o la estupidez, permanecemos enrocados casi desde la cuna hasta la tumba. Y lo de tumba en este caso, simbólica o real, no es en absoluto una metáfora.
Hay en Madrid, semioculto entre árboles junto al casón del Buen Retiro y la Real Academia Española —aún estaba allí mientras escribía esta página—, un monolito pequeño, discreto, apenas visible para los transeúntes. Se instaló hace sesenta años en memoria de los tres mil jóvenes alféreces provisionales del bando franquista muertos en combate durante la Guerra Civil.
La peculiaridad de esos alféreces fue que, debido a la necesidad de oficiales, los chicos de veinte años que tuvieran estudios de bachillerato podían alistarse con tal grado, y eso llevó a los campos de batalla a treinta mil muchachos, la mitad de ellos universitarios, de los que uno de cada diez murió en combate y cinco de cada diez resultaron heridos. Su juventud, su inexperiencia, el ser usados como carne de cañón, acuñó la famosa frase alférez provisional, cadáver efectivo. Su media de supervivencia era de cuarenta y tres días desde que llegaban al frente, y promociones enteras cayeron en Teruel, Brunete, Madrid y el Ebro. Para hacerse idea del asunto: cuando la concesión de la Laureada —la más alta condecoración militar española— a uno de ellos, Miguel Blasco Vilanova, los testigos que declararon fueron republicanos del bando enemigo, pues ninguno de los soldados que lo acompañaban vivió para contarlo.
Es importante señalar que estos alféreces provisionales no eran gentuza carnicera de la que llenaba cunetas y cementerios en la retaguardia, como tampoco los republicanos que combatían en los frentes —escribí una novela titulada Línea de fuego sobre eso— tuvieron que ver con los asesinos emboscados que ajustaban cuentas, robaban y mataban en la zona republicana. Los treinta mil provisionales que lucharon eran jóvenes, casi niños a los que la vida, como a tantos del otro bando, lanzó a la tragedia. El padre de mi compañero de la Academia Pedro Álvarez de Miranda, por ejemplo, fue uno de ellos. Como lo fueron el padre de mi agente literaria Raquel de la Concha —medalla Laureada, nada menos— y el gran Antonio Mingote, también académico, uno de los hombres más bondadosos que conocí en mi vida. Quizá alguno disparó la bala que hirió a mi tío Lorenzo Pérez-Reverte, de dieciocho años, durante la batalla de Peñarroya. O pudo matar a mi padre, o a mi abuelo. Así era eso. Así fue aquel disparate sangriento.
Me gustaba, en fin, ese monolito medio escondido ante la Real Academia. Había escapado, con su estrella solitaria, a los extremos más absurdos de la Ley de Memoria Histórica, necesaria en buena parte, pero que de modo tan sectario mezcla en algunos puntos churras con merinas. Me gustaba verlo, como digo, casi oculto, extraño superviviente de lo que también, en este infeliz país donde con tanta facilidad suicida sustituimos razones por demoliciones, es memoria histórica útil para debates sosegados e inteligentes. Reflexionaba siempre al pasar ante aquel modesto trozo de piedra dedicado a chiquillos arrebatados por el vendaval de la vida y la política, por demagogos irresponsables y por matarifes vocacionales, y pensaba en esa pobre juventud y sus ilusiones, en las madres y novias que guardaron luto por ellos. Alférez provisional, cadáver efectivo, recordaba antes de seguir mi camino. Y eso era todo.
Hace unos días vi que el monolito seguía allí, pero que le habían arrancado la estrella, ensuciándolo con brochazos de pintura roja y negra hasta dejarlo irreconocible. Algún heroico luchador antifranquista de 2023, que posiblemente ni sepa por qué aquello estaba allí ni lo que significa, pasó un buen rato escupiendo su ignorancia y su odio sobre lo que ignora: la humilde memoria de treinta mil jóvenes tan dignos de recordar como los que pelearon en el otro bando —insisto, no criminales emboscados en la retaguardia, sino partiéndose la cara de español a español— en los frentes de batalla de verdad. Hace falta tener mucho tiempo libre y mucho rencor en el alma, pensé con amargura, para dedicar una noche a eso. Incluso aunque no te guste el monolito. Hay que ser muy estúpido, o miserable. O muy —pongan ustedes el adjetivo, que en este desgraciado país ya me duele la boca de repetirlo—. O muy. O muy. O muy.