POR RAMFIS RAFAEL PEÑA NINA
Vivo en una pequeña isla del Caribe, a 10,271 kilómetros del sufrido y humillado pueblo de Gaza, donde la vida de hombres, mujeres y niños parece no valer más que un estornudo. Allí ya no son siquiera un número; son invisibles ante los poderosos que deberían protegerlos.
Mi propio pueblo también conoce las cicatrices que deja el abuso de las potencias imperialistas, esas mismas que dictaron las páginas más dolorosas de nuestra historia reciente.
La ley del más fuerte siempre se ha impuesto sobre los débiles, dejando un dolor que al resto del mundo, simplemente, no le importa.
Hoy vemos cómo miramos hacia otro lado mientras ocurre algo que juramos no repetir jamás: un genocidio cruel, brutal y despiadado. Este no es un genocidio oculto; está a la vista de todos, en tiempo real, mientras el mundo entero guarda un silencio que duele y avergüenza.
Es verdad que algunos ciudadanos de a pie protestan, valientes pero siempre reprimidos por gobiernos cobardes y cómplices. Los grandes diarios callan, enmudecen sus editoriales y mordazan a quienes intentamos denunciar la criminalidad voraz que devora Gaza.
Gaza paga el precio de ser incómoda para quienes prefieren mirar hacia otro lado. Su gran pecado: ser la víctima de un injerto impuesto a la fuerza.
Un tumor que creció y devoró todo cuanto encontró a su paso, negándole a los verdaderos dueños de esas tierras el derecho más básico: vivir en paz, como antes de que ese malvado injerto llegara.
Mientras tanto, nosotros, el mundo, guardamos un silencio cobarde que se convierte en cómplice.
¿Qué dice la Biblia al respecto?
«Ay de los que dictan leyes injustas, y prescriben tiranía para oprimir a los pobres de mi pueblo, para quitarles su derecho» (Isaías 10:1-2).
«No te desentiendas de la sangre del inocente…» (Proverbios 24:11-12).
«Bienaventurados los que procuran la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5:9).
Fuente: almomento.net